A mi mamá
Corría el año 1991, Giulita vivía con su papá, su mamá y su
hermanita en un departamento laberintoso de la Via Annunziatella, número 111.
Giulita nunca, pero nunca, pudo levantarse a la hora que debía: el colegio
estaba exactamente enfrente de la casa y siempre, pero siempre, llegaba
tardísimo, cuando ya estaba entonadísimo el himno italiano y la bandera hasta
la mitad del poste.
A Giulita solo le importaba jugar con su amigo Vito, que la
acompañaba a la casa todos los días después de la escuela, la subía a caballito
y, haciendo un esfuerzo sobrenatural, lograban juntos tocar el timbre de Vía
Annunziatella 111.
Giulita siempre tuvo problemitas con la comida: digamos que
no le importaba, entonces no comía. La mamá sufría mucho porque sabía los
motivos: la comida no era la misma que la de la abuela Norma. En Matera no
existía la batata, ni muchos otros ingredientes que a Giulita le encantaban. Y
si a Giulita no le gustaba, no comía.
Un mediodía en que Giulita volvió de la escuela, la mamá
estaba feliz porque había conseguido hacer el puchero de la abuela Norma muy,
pero muy parecido. Con mucha felicidad y ansiedad por ver a su hija comer, le
preparó la mesa con amor por todos lados, le sirvió un plato enorme de puchero
y se sentó a su lado vistiendo una sonrisa verdadera.
Mientras tanto, su papá trabajaba en la habitación de al
lado y prometía acercarse a acompañar a su hija en el almuerzo. Lo hizo unos
minutos más tarde.
Giulita, siempre devota de su religión, agarró la cuchara y
empezó a hacer formas marinas con el puchero. Primero dibujó un barco, después
una estrella marina y después una sirena. Entre figura y figura, la mamá le
suplicaba que probara la comida: era igual a la de la abuela.
La nena miraba el puchero pero pensaba en otras cosas, lo
único que existía era un hilo conductor entre sus ojos y el plato, pero ese
hilo se había endurecido y le impedía acercar la cara a la cuchara. Así que jugaba
con la papa, el zapallito, el queso y los espaguetis que la mamá había cortado
con la mano, como la hacía la abuela norma.
La mamá empezó a llenarse de ira, de la misma ira que cuando
Giulita no la dejaba dormir cuando necesitaba cerrar los ojos después de cuatro
noches en vela. La misma ira que sintió muchos años más tarde cuando la nena padeció la adolescencia. Ahora miraba a la nena y quería asesinarla le temblaba la mano
derecha y la izquierda se apretaba corta el mantel abollado debajo de la mesa
redonda. Su voz se empezó quebrar mientras seguía diciendo “comé, comé, comé”.
De repente, siempre como dudando, agarró el plato de puchero
desde abajo, como sosteniendo una bandeja, abrió mucho los ojos y preguntó “¿no
vas a comer?”.
Giulita sintió el límite, sintió que había pasado la
frontera de la huelga inmotivada, supo como seguirían desarrollándose los
acontecimientos: se vió muerta. Y dijo: “no”.
La mamá levantó el plato, ahora agarrándolo con ambas manos
por los costados, abrió más todavía los ojos y, después de decir “¿ah, no?” dio
vuelta el plato y lo partió sobre la cabeza de la nena, que ya lloraba.
A Giulita no le dolió, era uno de esos golpes secos en los
que el dolor no perdura. Pero tenía seis años y se podía permitir llorar todo
lo que quisiera, así que lo hizo. Y mientras tanto se deslizaban zapallitos y
papas y espaguetis por su carita ya rebelde.
El papá la llevó al baño y le lavó el pelo, buscó una toalla
y la secó. Mientras tanto la mamá lloraba en la cocina, lloraba tanto de furia
como de arrepentimiento. Giulita la entendía, pero su escala de valores le
decía que ella, nena insolente como era, tenía razón.
Hoy Giulia es grande, toda una mujer, tan flaca como profesional, y
se acuerda de este episodio con risa, junto con su mamá, que sigue cocinando
ese puchero riquísimo como el de la abuela y sabe que esa escala de valores
estaba mal armada, que tenía que haber comido porque eso era mucho más que un
puchero…
hermoso!
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