El viejo empezó a subir la escalera. Apenas veía al
siguiente escalón, consecuencia de su joroba. Ese había sido su castigo.
Hablaba sólo: pedía perdón. Confeccionaba listas de personas a las que había
lastimado y después de cada nombre, en voz alta, pronunciaba la herida.
A veces se reía, como sin terminar de arrepentirse, y al
advertir esa falta de sinceridad, volvía a empezar cinco escalones más abajo.
“Sofía, perdón. Te maltraté desde que te conocí. Me divertía
jugar con vos y me causaba gracia tu nariz enorme. Martín, perdón. Sos mal
jugador, pero buena persona. Eso no lo pude ver. Cecilia, perdón. Simplemente
no me importaba lo decías, pero sos muy inteligente. Alejandro, perdón… Clara,
sé que me quisiste… Silvia, no te merecías que…”
Se detuvo en la mitad. Paralizado porque tenía tantos
nombres en la cabeza que no podía clasificarlos y pronunciarlos y ni siquiera
pudo pensar en bajar. Muchas imágenes de recuerdos, como fotografías, se le
pegaban a la cara con violencia y lo iban cegando. En todas había gente
sonriendo, pasando buenos momentos y disfrutando las cosas lindas de la vida.
Lloró. Lloró sin pensar en nada más que en esos recuerdos.
Lloró imaginándose del otro lado. Se deshidrataba y con las lágrimas se colaban
las palabras en forma de cuchillo y se le iban clavando en los pies. Y le dolía
lo suficiente como para gritar.
Lloró cincuenta y ocho días y cincuenta y siete noches.
Cuando logró respirar hondo, ya no tenía joroba. Pudo
erguirse y, despacito, seguir subiendo.
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