Fue hace siete años: me bajé del micro, estaba en el medio
de la nada. Rodeada de campos inmensos sin ver el final. Había visto un
pueblito en el camino, pero ya había quedado atrás. Algo era seguro: tenía que
seguir. Estaba sola y tenía que seguir. Quería seguir.
No pasaba nada. Era todo verde, marrón y asfalto recto. Como
el dibujo de un principiante que aprende a representar perspectivas y
horizontes. Perfecto.
En ese crudo invierno por fin hacía calor, por fin estaba en
la Grecia que yo quería. Había llegado con mi idioma griego a tomar un micro
hasta el Peloponeso y no tenía miedo. Sabía que lo que vería iba a ser
impresionante.
Caminé muchísimo con esa mochilita rota y, mientras me iba
desabrigando, fui vislumbrando las montañas que reconocía de los libros. Ahí
estaba, iba a llegar tarde o temprano a conocer el Epidauro.
El teatro era inmenso y tal cual lo había descripto mi gran maestra:
se me cayó la botellita de agua mientras estaba en el párodos y un chico,
sentado en el último y pobre escalón, lo escuchó casi aturdido. Grabé algunas
líneas que nunca escribí y me quedé sentada imaginando todas la obras que se
había representado.
Subí hasta el último escalón y sentí escalofríos. Todo
estaba intacto. Abandonado a la naturaleza que supo resguardar semejante reliquia:
las montañas y los árboles mantenían ese mágico lugar.
Fue la felicidad. Fue la plenitud. Todo. Gané. Valió la pena todo,
absolutamente todo.
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