Dos mujeres iguales: la misma cara hermosa, la misma boca,
los mismos ojos negros y grandes; la misma estatura y las mismas manos. El
mismo corte de pelo: carré y flequillos hasta los hombros. Sólo tenían una
diferencia: una era morocha y la otra rubia.
Se odian y se envidian tanto como se necesitan, es como si su
belleza creciera por ese odio a la otra. Están hermosamente enojadas siempre.
Son esas mujeres lindas pero con facciones duras, que parecen
de plástico o de porcelana; que inhiben.
Están en un bote de madera, sin hablar. Ese silencio resalta
algunas diferencias más entre ellas: la morocha tiene una veta tierna, que la
hace disfrutar del paisaje, mientras la rubia no ve la hora de pisar tierra
firme.
Reman y se dejan llevar por la corriente. La rubia controla
el tiempo y la morocha el espacio. Y juntas la velocidad es perfecta.
De repente, sienten una brisa helada, una sonríe, la otra frunce
la boca –ya sabemos qué sujeto corresponde a cada acción. Se congelan. No
pueden moverse y el bote sigue su camino por el río. Sólo ellas están
detenidas.
Un pájaro se posa en la pierna de la morocha y ella vuelve a
sentirse, y se siente muy feliz. Y ve a su gemela petrificada, con esa cara de
princesa vacía.
La morocha se levanta, ahí, se para en el barco y empieza a
saltar de alegría, y grita y nada la escucha, y levanta los brazos y nadie la
ve, y salta otra vez. Y cuando cae siente que el barco está más liviano y que
la velocidad aumenta.
Y que ya no hay nadie que controle el tiempo.
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