Yo estaba en unas de mis ciudades preferidas: la ciudad de
las piedras, mi amada Matera. Se hacía de noche y decidí volver al bar a
encontrarme con amigos.
Caminaba tranquila, mirando las casas, la nieve que había
quedado y el humo que salía de la boca de los nenes que jugaban en las plazas
resbalosas. Un viejo me pidió un cigarrillo, hablaba dialecto, pero llegué a
entender lo fundamental: me contó de sus hijas y de su nietita que estaba
enferma, pronunció once veces la palabra paura
y me agarró del brazo como lo hizo el abuelo que nunca tuve.
Yo escuché sus historias y empecé a caminar muy despacito,
con él agarrándome del brazo, hacia la plaza que tiene el mirador más fascinante.
Y entonces me perdí mirando a la luna y sentí que estaba siendo parte de una
descripción clicheada de una novela romántica, pero no: era perfecta, enorme,
redonda y se posaba en las piedras para iluminarlas con su luz azul. Creo que
dejé de respirar y empecé a sonreír mientras me sentía enamorada.
Y no sentí más el peso en mi brazo: el viejo ya no estaba,
no lo encontré cuando volví a recuperar mi sombra. Y ahí me quedé, sentada en
el único rincón de banco seco, fumando y mirando.
Me empezó a molestar un murmullo que creí que venía del bar,
pero cuando incliné la cabeza hacia el reloj de la plaza, me di cuenta que no
podía venir de ahí el ruido.
Eran chicos: chicos de siete años. Había unos cincuenta
chicos de siete años jugando al ajedrez en la plaza. Eran todos muy parecidos y
seguían tanto el ritmo del reloj de arena que me hicieron sentir un miedo
terrible, y empecé a odiar esa constancia de sonidos que cada vez escuchaba con
mayor volumen. Tac Tic Tac Tic Tac Tic.
Me terminé rápido el cigarrilo y fui a ver de cerca el
espectáculo. Por las calles de I Sassi
había cincuenta niños iguales, que se movían en pareja y hacían los mismos
movimientos con la mano derecha y con la otra sostenían su mejilla. Me acordé
de esas películas que satirizan las rutinas laborales y comparar el hombre con
una máquina y quise escapar pero no podía, tenía que ver el final de este
espectáculo bizarro.
Apoyada en la baranda del mirador, me pareció que si yo
formaba parte de este espectáculo, cambiaría el transcurso de los
acontecimientos (que parecían no tener fin). Empecé a silbar, a gritar, a hacer
ruidos con mis llaves, intentando encontrar una melodía acorde a esos
metrónomos asfixiantes. Cerré los ojos, me perdí en esa música al mirar
nuevamente la luna, pensé que estaba haciendo un espectáculo también para ella,
que se lo merecía, así que volví a sonreír.
Dejé de escuchar el reloj de los chicos, ahora sólo sonaban
mis llaves, mis manos contra mis piernas y mi voz, tan fuerte que me aturdí a
mí misma. Me volví a sentar.
Cuando me desperté era de día, hacía mucho frío y la gente
recorría la plaza. Mi cuerpo estaba lleno de paz, me sentía nuevamente
enamorada y feliz y decidí ir a buscar finalmente a mis amigos. Escuché que
alguien pronunciaba mi nombre y sentí un viento caliente en el cuello. Me dí
vuelta y lo besé.
¿Hace mucho que esperás?
No, recién llego.
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