A Alejo
Salí con tiempo hacia el centro de la ciudad. Esperé el
subte en la terminal y milagrosamente logré sentarme. Me empezó a faltar el
aire antes de que arrancara ese tren subterráneo donde ya no cabía ni una
letra. Me saqué el tapado rojo, lo doblé y lo puse sobre mis piernas, debajo de
la cartera. Saqué el Ipod, elegí una banda, cerré los ojos y empecé a hacer la
mímica de los violines.
En la primer estación, el tren se detuvo de golpe y mi
cabeza golpeó el hombro del chico que estaba al lado mío. Yo tenía los ojos
abiertos, por lo que pude ver su remera verde con un dibujo y un libro: cerrado
y dado vuelta. Solo se leía la contratapa, pero no alcancé a ver de qué se
trataba.
Volvió a arrancar el subte y yo volví a cerrar los ojos. Retomé
las notas musicales. Me golpearon con una bolsa, de esas duras de ropa y abrí los ojos
malhumorada. Tuve que pasar la vista por la falda del chico para mirar a la
mujer que me había golpeado. Y como me interesó más el libro, ahí se quedaron
mis ojos.
No sabía lo que estaba leyendo, no había visto el título,
pero lo estaba abriendo, lo estaba empezando. De todas las situaciones de la
vida, él había elegido un martes a la mañana en un subte repleto de gente que
viaja entre almohadas y pesadillas para empezar a leer un libro.
Disimulé y empecé a leer el libro con él. Traté de acelerar
la lectura. Leí una página y justo cuando terminé la segunda, dio vuelta la
hoja amarillenta. Seguí leyendo, sin dejar de desear que él se bajara en mi
estación, pensando en que tal vez podría preguntarle cuál era ese libro que
tanto me había atrapado. Cuarta hoja, llegamos juntos, da vuelta, seguimos
leyendo. Evidentemente teníamos el mismo ritmo.
Aproveché una distracción suya para ver en qué estación me
encontraba: todavía faltaba bastante, podía leer unas páginas más. Sexta,
octava, décima. Dio vuelta.
Me pareció que a él también lo había atrapado la historia, parecía
que quería terminar el capítulo antes de bajarse. Seguíamos al mismo ritmo,
pasaba las hojas.
Yo casi no podía disimular, estaba haciendo un esfuerzo
terrible por no girar la cabeza y leer solo girando los ojos para no invadirlo.
Esta vez terminé antes que él. Y lo miré. Estaba muy concentrado, tenía pelo
corto con rulos, anteojos de esos que casi no se ven. Era un hermoso chico. Miré
su boca, estaba relajada.
Pasó la página y volví al libro. Estaba por terminar el
capítulo. Entró un cantante al vagón, los dos lo miramos y aproveché para
descubrir que en la próxima estación tenía que bajarme. Dudé. Noté que él ya
había vuelto sus ojos al libro, terminaría antes que yo si no me apuraba. Así
que me acerqué e intenté seguir. Pero el cantante empezó a tocar la pandereta y
me distrajo.
Cuando terminó, pude volver a la página, adelanté la vista
dos párrafos, sin dejar de pensar que me tenía que bajar. Empecé a transpirar,
me di cuenta que estaba apretando muy fuerte el abrigo y mis manos se había
teñido de rojo.
Llegamos a mi estación. Me quedé sentada, él quiso saber
dónde nos encontrábamos: me preguntó y le respondí. Nos miramos a los ojos como
quien dice uno, dos,¡tiempo! Y seguimos
leyendo. Él me espero y lo alcancé.
Una escena muy graciosa nos hizo reír a carcajadas. Volvimos
a mirarnos: éramos cómplices. Volvimos al libro, buscamos el punto donde habíamos
dejado, él lo marcó con el dedo y retomamos la carrera.
Ya no quedaba casi nadie en el vagón, terminamos el libro
satisfechos: un final inesperadamente perfecto. Ahora, a trabajar. Salimos del
subte a la calle. Lo vi subir las escaleras mecánicas. En la calle, la luna
brillaba como nueva.
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