miércoles, 17 de octubre de 2012

mambo sobre rieles


Pasé mucho tiempo viajando en trenes: tramos cortos, largos, internacionales, montañosos, calurosos. Casi nunca hice todo el recorrido, sino que me subía en la última estación y hacía el camino de regreso hasta la mitad. Ahí me bajaba y esperaba otro tren.

Una sola vez subí en la terminal y bajé en la última estación. Cuando estaba por llegar, sentí mucho miedo y estuve a punto de correr en sentido contrario al tren, pero me mantuve firme, cerré los ojos y seguí viajando hasta que me obligaron a bajarme. Algunas estaciones son particularmente lindas: sobre todo las últimas.

Esperar el tren es un momento particular en la vida de un ciudadano, no es lo mismo que esperar el colectivo: al tren no hay que hacerle señas, se detiene aunque no quieras y es una actitud estúpida revelarse y no subir.

Yo fui estúpida muchas veces. Dejé pasar muchos trenes, me gustaba pensar que a los quince minutos iba a llegar un medio de transporte mágico, que se elevaba y me dirigía a un lugar perfecto.
Más allá de que nunca sucedió eso, yo cada tanto dejo pasar algún tren.

Pero algo pasó esta última vez: tomé el tren en la mitad del recorrido. El tren ya estaba sucio, pero tenía algo que me atraía, y me dieron ganas de quedarme. No tuve que cerrar los ojos, sino que los abrí y también escuché todos los ruidos. Y me reí.

Inevitablemente tuve que bajarme, pero hoy decidí quedarme en esta estación, para mañana tomar ese mismo tren cuando llegue. Porque este tren me gusta y no me importa esperar lo que haga falta.

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