Pasé mucho tiempo viajando en trenes: tramos cortos, largos,
internacionales, montañosos, calurosos. Casi nunca hice todo el recorrido, sino
que me subía en la última estación y hacía el camino de regreso hasta la mitad.
Ahí me bajaba y esperaba otro tren.
Una sola vez subí en la terminal y bajé en la última
estación. Cuando estaba por llegar, sentí mucho miedo y estuve a punto de
correr en sentido contrario al tren, pero me mantuve firme, cerré los ojos y
seguí viajando hasta que me obligaron a bajarme. Algunas estaciones son
particularmente lindas: sobre todo las últimas.
Esperar el tren es un momento particular en la vida de un
ciudadano, no es lo mismo que esperar el colectivo: al tren no hay que hacerle
señas, se detiene aunque no quieras y es una actitud estúpida revelarse y no
subir.
Yo fui estúpida muchas veces. Dejé pasar muchos trenes, me gustaba
pensar que a los quince minutos iba a llegar un medio de transporte mágico, que
se elevaba y me dirigía a un lugar perfecto.
Más allá de que nunca sucedió eso, yo cada tanto dejo pasar
algún tren.
Pero algo pasó esta última vez: tomé el tren en la mitad del
recorrido. El tren ya estaba sucio, pero tenía algo que me atraía, y me dieron
ganas de quedarme. No tuve que cerrar los ojos, sino que los abrí y también
escuché todos los ruidos. Y me reí.
Inevitablemente tuve que bajarme, pero hoy decidí quedarme
en esta estación, para mañana tomar ese mismo tren cuando llegue. Porque este
tren me gusta y no me importa esperar lo que haga falta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario