miércoles, 24 de abril de 2013

Rodolfo es mambo


Llegué a mi casa y puse el disco de Fito Páez. Había un tema que había estado cantando todo el día y no me acordaba el nombre; pero como me gusta sufrir un poco antes de llegar a la máxima felicidad, decidí escuchar el disco entero, siguiendo  su orden establecido de canciones, y llegar al orgasmo al escuchar esa frase que tenía en la cabeza.

Si la música es una parte importante en la vida de alguien, entonces sucede algo extrañamente hermoso cuando se nos “pegan” canciones: resulta que hay dos motivos. El primero es que, luego de un día en el que prevalecieron las caminatas por la ciudad y lo único que hicimos fue entrar y salir de lugares como bancos, negocios, restaurantes o plazas, entonces llegamos a casa y venimos cantando una de esas tantas melodías que nuestro cerebro captó durante todo el recorrido. Esa es la más común, y es por eso que muchos terminamos cantando estilos que nunca escuchamos en la tranquilidad del hogar.

La otra opción es que hay algo que tenemos adentro, y no logramos verbalizarlo con palabras de nuestro vocabulario diario, por lo cual recurrimos a las canciones que nos criaron, que nos educaron y que terminaron siendo nuestra filosofía. Y así como, por ejemplo, en un día triste cantamos alguna bossa nova, en un día feliz, una buena salsa de Hector Lavoe, o un buen rock sinfónico de Charly García cuando queremos rebelarnos contra el mundo.

Esa semana, yo estaba enamorada y esa canción se me había clavado en la parte más profunda del cerebro y no se iba con ninguna otra que intentara golpear las puertas de mi cabeza.

Mientras ordenaba la cocina, escuchaba el disco y trataba de concentrarme en cualquier ángulo sucio para no pasar de canción, una vez que descubría que no era la que buscaba. Pasaron varios temas, sabía que no sería de los primeros, y sabía que no era exactamente rock lo que buscaba.

Y mi oído la encontró: era un jazz extraño, cantado de una forma mágica, como solo Fito Páez puede hacer: ese don que tiene de conjugar a la perfección dos melodías que cualquier otro habitante del planeta ubicaría en lados opuestos de la biblioteca, hace que lo ame y lo odie a la vez.

Y sí: hablaba de amor. Empezaba y terminaba hablando de amor, Nadie detiene al amor en  un lugar, entonaba yo, de pie y con una mano en el corazón.

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